TANGO Y FOLKLORE
DOS PILARES DE LA UNIDAD CULTURAL ARGENTINA
Por Pablo Darío Taboada
A nadie debería llamarle la atención de que una página denominada investigaciontango.com tenga entre sus columnas temáticas una sección que se llame folklore. Es más, va de suyo que en la propia definición del vocablo tango (de la que no me explayaré aquí) la palabra folklore (de la que menos esbozaré aquí su estirpe conceptual) está integrada, bien de manera subsumida o bien de manera abarcadora. Habrá tiempo ya para que en esta sección o en otra entrada también bautizada redundantemente con el mote de “Tango y cultura” se puedan examinar los pormenores filosóficos de las voces tango, folklore, cultura, música y arte.
El objetivo de propiciar una sección autodenominada “folklore” tiene una función estrictamente didáctica para señalarle al lector que si desea ingresar a tal campo virtual encontrará información vinculada a la música tradicional argentina. Tal vez, musicológicamente hablando, haya sido mejor designar el presente ensayo introductorio como “Tango y música criolla”, pero en la genérica denominación folklore relucen ramas y hojas variadas que pertenecen al tronco de un mismo árbol de raíces demasiado profundas. La música folklórica del Plata, la música criolla en sus cardinales puntos de encuentros regionales transitaron por un mundo artístico de entendimiento junto al tango. Desasnar ese camino es lo que pretende ésta página para esta sección.
Que la expresión musical y poética del tango y el folklore rural están unidas de manera indisoluble lo muestran algunos apellidos salientes: Gardel-Razzano, Ruiz-Acuña, todos los cantores nacionales; pero también los grandes creadores: desde Vicente Greco hasta Héctor María Artola tenemos compositores de sobra que componían asiduamente desde un tango a una ranchera, un estilo o una zamba. Es más. No debe existir ni un compositor que creara solamente tangos con sello de exclusividad. Desde Arolas hasta Carlos Di Sarli o desde Julio De Caro o Francisco Canaro hasta Horacio Salgán encontraremos fusiones tanguero-folklóricas. Las combinaciones son múltiples, puesto que la relación no se reduce al marco compositivo, sino también interpretativo: todos los grandes cantores de tango grabaron piezas de Cristino Tapia o Andrés Chazarreta; Aníbal Troilo incorporó a su repertorio tangos camperos y milongas criollas; Atahualpa Yupanqui actuó en programas musicales junto a Pichuco o Alfredo De Angelis; Los Quilla Huasi o Los Visconti, por nombrar al azar dos símbolos del cancionero nativo posterior a los dorados años del dos por cuatro, compusieron y grabaron tangos. Falú solía tocar en sus giras “Nieblas del riachuelo” de Cobián, que por suerte grabó en discos. Hugo Del Carril cantó y grabó repertorio de Falú y Jaime Dávalos. Ginamaría Hidalgo cantaba por igual “Caserón de tejas” y “Los pájaros de Hiroshima” de Horacio Guarany.
Los ejemplos abundarían y se multiplicarían hasta el hartazgo: desde el maestro López Buchardo hasta Alberto Ginastera, pasando por Don Félix Scolatti Almeyda, Rafael Rossi, Ismael Moreno o Juan de los Santos Amores, entre tantas otras firmas, la música argentina selló una unidad entre la ciudad y el campo; entre el cosmopolitismo y el interior profundo; entre el yuyo y el adoquín, como diría el costumbrista Miguel Etchebarne o el poeta Yamandú Rodríguez. Y trazó a su vez, un puente medular en esa orilla maravillosa que tan bien supieron representar en el devenir del siglo XX: Ángel Gregorio Villoldo, Alfredo Gobbi padre, Arturo Navas, Néstor Feria, Rogelio Araya, Oscar Del Cerro y Alfredo Zitarrosa, justamente en ese perímetro subyacente en la frontera invisible de lo urbano con lo suburbano. Aquellas zonas reales que la literatura pintó en manchas de tinta inmortalizadas gracias a los topes de las pulperías, donde los paisanos chupaban alegres ginebra sin cesar, y donde se mezclaban las luces de luna y almacén para alumbrar la convivencia al uso nostro del gaucho, la jazz, el gringo y el Ford. El arrabal, la inmigración de los barcos italo-hispanos y la pampa cercana del Martín Fierro, Santos Vega y Don Segundo Sombra.
José Larralde, uno de los máximos exponentes del arte criollo, representa como nadie lo que esta sección busca significar. Sus hijos se llaman Carlos Romualdo (por Gardel) y Julián (por Centeya). Sobran las palabras.
Aprovecho la ocasión para hacer público mi saludo y agradecimiento a dos grandes investigadores, sociólogos y musicólogos que trabajan en la Temple University de Filadelfia, en los Estados Unidos. Me refiero a Julia Chimendi y Pablo Vila, quienes han tenido la deferencia de citarme en un artículo académico de fuste donde se trata con un nivel intelectual y empírico ejemplar la cuestión de la fusión del tango con el folklore rioplatense. Su ensayo intitulado: “Another Look at the Hisory of tango: the intimate connection of Rural an Urban Music in Argentina at beginning of the Twenthieth Century[1]” es por sobrados méritos, lo mejor que se ha escrito hasta ahora al respecto en esa temática apasionante.
Un trabajo tan prestigioso como el ensayo de Julia Chimendi y Pablo Vila, le hace ganar al tango nuevos y mejores aplausos culturales, dignos y plenos de sincera admiración. Muchas gracias a los autores, por difundir nuestra música.
[1] “Otra mirada a la historia del tango: la íntima conexión de la música rural y urbana en la Argentina a comienzos del siglo XX”. (Traducción propia del título). Dicha obra se encuentra inserta en el libro de Héctor Fernández L’Hoeste y Pablo Vila: “Sound, image, and national imaginary in the construcción of latin/o american identities”, Lexington Books, EE.UU, 2018. (Sonido, imagen, e imaginario national en la construcción de las identidades latinoamericanas” (traducción propia del título).